La semana pasada nos sumergimos en Tahití, esa isla que no es todo lo que nos creemos pero que ofrece mucho. En mi caso, muchas experiencias que hoy os cuento y que seguro que harán sonreír a más de uno. A mí no me quedó otra…
Si no leísteis el post anterior sobre la isla principal de la Polinesia Francesa, lo podéis leer aquí para que os pongáis al día y tengáis buena entrada en lo que viene. Seguimos pues…
Una vez integrado en el lugar, me dispuse a ir a mi primer día de clase de francés. Era una escuela pequeña y con pocos estudiantes que era lo que yo necesitaba para darle un empujón a mi aprendizaje. Había dos chicas suizas y luego estaba yo, nadie más. Bueno, la profesora también, que era francesa. El lugar era ideal: el mar, palmeritas, un tiempo fantástico… ¡Como para no aprender un poco! o no…
Conseguí una bicicleta y hacía el trayecto cada mañana aunque a veces cogí el autobús (dónde van la mayoría con su música particular a todo volumen). Mi francés no era nada bueno y quería, al menos, decir algo coherente sin perder el glamour, ¿no? Porque cuando se habla mal un idioma extranjero, según las situaciones, puede ser terrible. Por ejemplo, si quieres ligar. Imaginaos que estáis solteros y llegáis a un bar. De repente veis a alguien que os hace gracia y queréis entablar conversación. Esto es lo que puede ocurrir (con transcripción al español):
Tú: “Holo, ¿cúmo tu vida va…? ¿Cúmo ti llama?”. Dices con tu cara más seductora y creyéndote seductor mientras la otra persona está pensando “¿Pero este tío qué dice…?”.
Objetivo: “Hola, no hablas mucho mi idioma, ¿no?”. Te responde con sonrisa forzada.
Tú: “Buono, esto practiquindo contugo”. Alegas perdiendo todo el glamour que te quedaba.
Objetivo: “Mira, chatín, esto va a llevar horas y la vida es muy corta…”. Remata mientras hace además de ir al baño… para no volver jamás.
Reconozcámoslo, si te hablan muy mal en tu idioma todo es muy difícil. Cuando yo llegué a Tahití, mi nivel de francés daba para ese tipo de diálogo y, la verdad, o eres Brad Pitt, que no necesita ni abrir la boca, o así no tendrías mucho que hacer.
Un buen día me invitaron a bailar salsa en Papeete, la capital, y yo, que había vivido varios años en Venezuela y Colombia, salté con un rotundo “¡¡Sí!! ¡¡¡Claro!!!” y pensaba “en esta me luzco…”. Pues no fue así, amigos. Hice el ridículo más soberano que se puede hacer.
Llegamos a un sitio en el que, nada más llegar, veo a un cubano haciendo unos pasos salseros de cinturón negro quinto dan. Me dije: “Bueno, este debe de ser el teacher…”. A los pocos segundos, cambian la canción y salen como 20 parejas a la pista a bailar. Vamos, ni Ricky Martin. Todos bailaban como el cubano. Me entró un sudor frío siendo sabedor de que en algún momento me iba a tocar a mí salir allí porque a eso habíamos ido y yo dije que sabía bailar, que había vivido aquí y allá y bla, bla, bla… En qué momento dije nada.
Una pareja de amigos salió y se marcaron un pedazo de baile que me puso a temblar. Al terminar, me cede a su pareja de baile al grito de “¡venga! ¡¡te toca!! ¡¡¡demuéstranos cómo se mueve esa experta cadera!!!”. No me pudo ir peor, con la presión no daba pie con bola (aunque sí mucho pie con pie) y en una vuelta casi le arranco el cuello a la pobre desafortunada. Miré al suelo, salí de la pista lo más disimuladamente posible y me fui a pedir una copa que me bebería de un trago… No se volvió a hablar de salsa durante mi estancia en la isla.
Como la salsa no tuvo éxito, el hombre de mi familia de acogida me invitó a compartir con él y su equipo una regata de piraguas entre Tahití y la isla de Moorea (que está justo al Noroeste). Es todo un evento que se toman muy en serio porque, entre otras cosas, es el deporte nacional de la Polinesia Francesa.
Era muy temprano y allí llegamos para reunirnos con todo el equipo. Yo pensaba que les vería salir y les esperaría a la llegada pero de repente me vi allí rezando con todos en un círculo de fuerza hermanada evocando a los dioses piragüeros todos de la mano. Entraron todos como en un trance oceánico y yo pues tuve que entrar también, claro. Y duraba y duraba… Yo abría el ojillo de vez en cuando para ver qué onda sin saber muy bien qué hacer… Un rato después, nos soltamos las manos con un espíritu renovado y decenas de piraguas fueron saliendo al mar acompañadas de sus nutridos equipos de remeros tras los pertinentes rituales.
Me montaron en una embarcación desde la que, con cervecitas en la mano, íbamos animando a nuestro equipo. ¡Divertidísimo! Llegamos a Moorea, más cervecitas, bañito en aguas turquesas (y es que Moorea es mucha Moorea) y de vuelta. Toda una experiencia solo empañada por la sensación de que los remeros estaban sudando de lo lindo y nosotros, los acompañantes, estábamos inmersos en tal fiestón que al final no sabíamos ni dónde estaban las piraguas o cual era la nuestra.
Y mis días se acababan en Tahití, la isla “hub” de la Polinesia Francesa. Practiqué francés, hice nuevos amigos y conviví con gente maravillosa. Llegaba el momento de explorar la región, de saltar a otras islas como Bora-Bora, Fakarava y Rangiroa de las que un día os hablé.
¡Hasta la semana que viene!
¿Te gusta lo que lees? ¡Difúndelo!
¿Quieres recibir los siguientes posts en tu correo?
¡Suscríbete a TravelZungu aquí!