Ahora sí nos vamos del Congo y dejamos Proyecto Mzungu para un futuro próximo. Volvemos a explorar el mundo bajo mi óptica y lo haremos poco a poco mientras disfrutáis de vuestras vacaciones de verano. Yo, como siempre, al pie del cañón como cada lunes.
Para ir abriendo boca, nos trasladamos a Sudamérica y, en concreto, a Guyana. Ese pequeño país poco conocido que queda entre Venezuela, Surinam y Brasil. Claro, la gente va a Argentina, Perú, etc. pero a Guyana no va ni Blas. Y como no vais, ¡yo os lo traigo!
¡Ojo! Que fue colonia española en su día pero como no tiene muchas playas para poner la sombrilla a las 5:00am y tal, además pocos chiringuitos… Pues le dejamos el brownie a otros.
Un apunte: buena parte del territorio de esta nación está reclamado por Venezuela. Como se lo quiten, los pobres guyaneses van a tener que ir de norte a sur en plan egipcio para no salirse de sus fronteras pero no creo que eso ocurra.
La verdad es que yo me lo pasé genial. De un lado para otro conociendo gente local y extranjera y descubriendo con curiosidad cada rincón, sobre todo, de su capital. Os cuento…
La primera tarde me metí en lo que parecía ser un hostal que resultó estar lleno de los pocos extranjeros que vivían allí. Me senté en la barra y pedí una cerveza. Al lado mío, había un sujeto sonriente aunque sin cerveza que parecía haber hecho cuerpo con el lugar. ¡Y tanto! Hay formas y formas de viajar y todas son respetables pero este hombre era algo extremo en su “approach”.
Con el dinero que le había dejado su padre al morir, decidió dejar su Irlanda natal y viajar. Total, que llegó a Georgetown, la capital de Guyana, y se quedó… Y llevaba cuatro meses… No había salido ni de la ciudad (yo creo que tampoco del hostal). ¡Pero muyayo! Me explicaba que quería estirar todo lo posible la pasta. Se compraba una camiseta y cuando se caía por sí sola iba a por otra y así con todo. Tenía una rutina tipo: “Hoy el plan es saber qué comeré y, después, qué cenaré”. Day after day. A mí me daría un pasmo pero, oye, el hombre estaba feliz con su vida vegetativa.
No hablaba mucho y tenía que sacarle las palabras con pinzas. En general, me miraba fijamente y después se echaba una sonrisota. Un poco rarongo el tema… Yo me alegraba de estar en un lugar tan concurrido porque lo mismo en otro sitio me sacaba un cuchillo y me extirpaba el hígado de “repenete”.
Al día siguiente me fui a explorar la ciudad con mi tipillo pera y me sorprendieron algunas edificaciones. Bonita arquitectura colonial aunque sin llegar al encanto de Paramaribo en Surinam. Casas de madera, un mercado muy vistoso y una playa con tantos desperdicios como granos de arena. Pude observar lo que parecía el equipo olímpico del país en la playa. A ellos les venía muy bien para las pruebas de obstáculos. Yo sólo de mirarles me cansé terriblemente. Está tan de moda correr como los: “¡ay! que me tienen que operar de las rodillas…”, “¡ay! los ligamentos… el menisco…”. ¡Daos un respiro!
En mis periplos por la city conocí a otro personajillo. Un autóctono muy simpático. Un crack. Nos hicimos amigos y nos pasamos un par de días con su scooter dando vueltas y echándonos unas risas. Por las noches nos íbamos de copas. Por cierto, que Georgetown tiene noche. No es a lo que estamos acostumbrados en la grandes ciudades desarrolladas pero tiene su aquel.
Especialmente cuando vas con locales que te van contando las historias más rocambolescas. Este hombre me contaba que se dedicaba a traficar con crudo en épocas de crisis petroleras y otro montón de actividades sospechosas. Vamos, el amigo ideal. Entre Jack el Destripador y el contrabandista, me tocó la lotería.
Por cierto, fijaos bien en la foto en la que llevo unos tenis porque no veréis muchas. Una novia que tuve se empeñó en que me pusiera unos y me los compró tras hacerme el loco durante mucho tiempo. ¡Qué presión!
Tenis aparte, Guyana no es sólo Georgetown. También tiene mucha selva. Entre los autóctonos y el paisaje podrías pensar que estás en África a veces. Además, el país ofrece cascadas impresionantes como la Kaieteur, comunidades amerindias y mucha, mucha aventura porque las infraestructuras no son precisamente excepcionales. Pero de todo esto hablaremos en otro momento porque el gazpacho me llama y, en verano, el gazpacho de mi madre es sagrado…
¡Hasta la semana que viene!
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