Ho Chi Minh, VIETNAM: Saigón de Toda la Vida

En la últimas entregas sobre este maravilloso país que es Vietnam y que hemos recorrido en estas pasadas semanas, os traigo la ciudad de Ho Chi Minh o, como comúnmente es todavía conocida, Saigón.

Aunque la capital del país es Hanoi (sobre la que ya escribí artículo que podéis leer aquí), la ciudad más grande no es precisamente ésta sino Ho Chi Minh que cuenta con más de 13 millones de habitantes y se encuentra al Sur de Vietnam.

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No era mi primera visita a esta urbe que, por algún motivo y a pesar de su caos, tiene un encanto especial. Está viva allá donde vayas y las luces y los rascacielos encandilan a los amantes de las grandes ciudades del Sudeste Asiático.

De hecho, habían pasado más de 20 años desde aquella primera vez que fui y desde luego que ha cambiado mucho pero sigue teniendo mucho sabor. Era como estar en un lugar distinto pero con la firme sensación de haber estado allí.

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Ahora se agolpan los rooftop bars, la tecnología, los restaurantes chic… Pero los semáforos y las aceras siguen siendo mera decoración, las compras baratas una certeza y el bullicio el pan de cada día.

De la primera vez que fui recuerdo muy buenos momentos. Yo vivía en Malasia en aquel entonces y fui a Ho Chi Minh por trabajo durante una semana. Oficina, corbata, clientes… Pero también alguna experiencia social que recuerdo con viveza.

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Nunca olvidaré el día en el que a mí y a uno de mis compañeros nos invitaron a una gala benéfica que organizaba la comunidad de expatriados de la ciudad. Nos advirtieron de que quizá nos podíamos aburrir ya que los asistentes eran casi todo parejas mayores y que éramos los únicos dos solteros.

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Gustosamente aceptamos la invitación para distraernos un rato (total, nuestro viaje era de trabajo y no de ligoteo) y ayudar a la causa. Efectivamente, al llegar, vimos un espacio inmenso lleno de grandes mesas redondas, un escenario y muchas canas vestidas con sus mejores atuendos. Elegantes damas con sus correspondientes caballeros se saludaban con sofisticación y comentaban la actualidad del país.

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A nosotros nos indicaron nuestra mesa que no era otra que la última en una esquina lejana al escenario. Dos jóvenes solteros no pintaban mucho por allí. Yo pensé: “Lo típico de la mesa de los retales de las bodas que no se llena jamás en la que meten al primo descarriado, la tía segunda que nadie conoce, la pariente lejana con más años que Carracuca con el sonotone averiado y dos niños con idénticos jerseys de rombos a cuyos padres no hay quien encuentre cuando se les necesita.”.

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En esas mesas (aparte de estar incrustadas con calzador en el espacio) siempre suelen sobrar sillas (en este caso, dos). Es la mesa del pico. “¿Cuántos invitados hay?”, “Doscientos y pico…”. Nosotros éramos el pico. Pero… ¡Oh, sorpresa! ¡¡¡Ooohhh, sorpresón!!! Cuando ya nos disponíamos a comer, aparecieron dos suecas rubias y exuberantes de 1,75m y se nos sentaron al lado. Yo no daba crédito… Miré hacia arriba y dije: “¡¡Gracias!!”.

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Tras una muy divertida velada y de una larga conversación con una de nuestras nuevas amigas, le propuse a quedar al día siguiente para tomar una cerveza para seguir charlando. Ella me dijo que vería si podía, que tenía un día complicado. En fin, le di el número de mi oficina y del hotel en el que estaba alojado por si quería comunicarse y ahí quedó la cosa.

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Al día siguiente, tuve una laaaaaarga y extenuante jornada de trabajo. Llegué tarde al hotel, exhausto, con ojeras, con el estómago medio indispuesto y preparado para meterme en la cama a la mayor brevedad posible. Me puse mi pijama a cuadros, me alboroté el pelo y me fui al baño a atender asuntos fisiológicos.

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Mientras leía la parte trasera del bote de champú, en pleno bostezo y consciente del careto que tenía, de repente, y sin previo aviso, sonó el teléfono. Y claro, yo, en ese momento, pues no podía levantarme así sin más y cogerlo, evidentemente. Pensé: “Pero quién caraj… ¡Coñ…! ¡La sueca!”. Y se me hizo un tirabuzón en el cerebro pero ¡tenía que cogerlo! Oh, amigos, ya en los años 90 había algo en los baños de los hoteles decentes que te puede salvar la vida en una situación así: había un teléfono supletorio (jo, como suena… teléfono SU-PLE-TO-RIO… que antiguo…).

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Lo cogí con ansias y, sí, era ella. He aquí la conversación (transcripción del inglés):

– Yo: Helloooooo???

– Ella: Hola José, que al final he terminado antes de lo que pensaba y si estás disponible podríamos ir a tomar algo pero tendría que ser ya porque es algo tarde.”.

– Yo: Ehhh, pero… ¿¿¿justo ahora???. Dije yo con una voz algo… digamos que se podría intuir el asunto en el que estaba concentrado antes de que llamase.

– Ella: Sí, sí, baja ya. ¡Te llamo desde la recepción de tu hotel!

– Yo: ¿¿Quéeee?? En ese instante, me miré al espejo que tenía justo enfrente de mí (aunque solo me veía de cuello para arriba y me dije: “¡Manda huevos!”.

Ducha relámpago, terminando de vestirme en el ascensor y llegando hecho un pincel a la recepción con mi mejor cara de seductor… “Hello, my dear friend…”.

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Buenos momentos… Y buenos momentos también os deseo a vosotros hoy ¡¡que es Noche Buena!! Así que os dejo de dar la brasa y ya continúo la semana que viene.

¡¡Feliz Navidad a todos!! ¡¡Que os traigan muchos regalitos!! Y hasta el lunes.

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2 reflexiones sobre “Ho Chi Minh, VIETNAM: Saigón de Toda la Vida

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