Ya sea como escala o parte de un itinerario o porque sí, esta ciudad gusta. Cielos azules, fantásticos eventos, hermosa arquitectura colonial, muchos festivales, playas de arena blanca, excelente gastronomía, bonitos parques… ¿Se puede pedir más? ¡Bienvenidos a Brisbane!
Cruzamos todo el Pacífico desde Torres del Paine en la Patagonia chilena donde merodeamos el lunes pasado hasta llegar a Brisbane en la costa Este de Australia. ¡Vámonos!
Sí, Brisbane tiene todo eso que os he mencionado en el primer párrafo de este post y mucho más. La capital del estado de Queensland es la tercera metrópolis más grande del país sólo por detrás de Sídney (de la que hablamos hace un tiempito y cuyos artículos podéis leer aquí y aquí) y de Melbourne.
Una población que ha tenido un crecimiento impresionante en las últimas décadas para convertirse en rápida y energética al tiempo que hermosa y amable. El Río Brisbane es un gran protagonista de su día a día con cafés en sus orillas, fantásticas vistas, numerosas actividades para hacer… Una delicia, la verdad.
Pero hay más agua por allí ¿eh? Que es una ciudad costera… Justo frente a la ciudad hay más de 350 islas en las que encontrar buenas playas de arena blanca, coloridos fondos marinos (con barcos hundidos) en los que hacer snorkel y disfrutar de todo tipo de entretenimientos y deportes acuáticos. Por esas aguas se pasean ballenas, delfines ¡y el sirenio y raro dugong! Vamos, de todo.
Yo aterricé allí procedente de Nueva Caledonia y, nada más llegar, en el aeropuerto, me pasó algo que todavía no me explico. Iba yo tan contento al salir de la terminal con mi carrito transportando un macuto de dimensiones importantes ya que llevaba una estatua de Papúa Nueva Guinea que era como un niño de 10 años (se salía del carrito por todos lados) cuando, de repente, ¡me doy cuenta de que no estaba! ¿Cómo podía no haber visto que se caía? Había desaparecido sin dejar rastro. Solté el chisme ese y salí escopetado siguiendo mis pasos. Caminé unos 300 metros de vuelta a la terminal para encontrar el macuto abierto con la cabeza de la estatua saliendo por la abertura principal. No había nadie alrededor y habían pasado unos 10 minutos. ¡Qué susto! Le eché una bronca de órdago a la estatua, le metí la cabeza “pa dentro” y volví… Misterios inexplicables. A ver si me aceptan la historia en Cuarto Milenio.
Allí me encontré con otro amigo viajero que me dijo que había un hostel que estaba fenomenal y muy animado así que nos fuimos juntos. Animado, sí. Complejo, también. Para utilizar el ascensor había que hacer un doctorado y como yo sólo tenía el máster, me quedé allí como un idiota un buen rato volviéndome loco con los códigos. Más bien parecían las claves para el lanzamiento de una cabeza nuclear.
Todo esto para buscar a mi habitación y darme cuenta de que no estaba por ningún lado. La 420. Pues las puertas pasaban de la 418 a la 422. Entre lo del ascensor y esto se encogió el cerebelo. Al final, buscando, buscando, del otro lado del pasillo, encajada en una puerta de incendios y escrito a boli… encontré la 420. ¡Ya podía descansar!
Pues no tanto. Allí apareció mi amigo para comunicarme que había un fiestón en el sótano (que era una discoteca de buen tamaño) y que había que ir, al menos, a tomarse unas cervezas. Con las ojeras por los pezones, accedí. Fui a buscarle a los cinco minutos para bajar juntos y me recibió en su habitación (la 204) un chico joven con el pelo micrófono y el pantalón casi por las rodillas (muy moderno) enseñándome todo su poblado pubis. Madre mía, yo no sabía dónde mirar. Toda la habitación era pubis de repente. Se marcó un “Heyyy, brotheeer, ¿qué passa? ¿Buscas a tu brother? Cool, cool, brother…” Seguido de una rascada de paquete para continuar con una de culo. Yo no oía ya nada, mirase donde mirase, sólo veía pubis… y no era nada agradable la escena. Di media vuelta y hui del mato grosso a toda velocidad.
En la discoteca… pues una fiesta de “pubises”. Todo el mundo enseñando pubis y culo… ¡¡Un poco de decoro, por favor!! Esta juventud… Y nada, unas cervecillas y a dormir. ¡Menudo despelote tenían allí montado!
Ya descansado, pasamos un par de días paseando por allí, comiendo muy, pero que muy, bien y disfrutando del río y la ciudad. Llegaba el momento de seguir rumbo para mí. En este caso, hacia Nauru, donde nuevas experiencias me esperaban.
Por cierto, tengo que comentar que las fotos de este post, a diferencia de las del resto de mis artículos, provienen de la web de la oficina oficial de turismo de Australia. Para ellos, mis agradecimientos y todos los créditos como fuente. Las mías, desafortunadamente, se extraviaron
¡Hasta la semana que viene!
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